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Jimena: la fuerza detrás de una sonrisa valiente

En el corazón de cada historia de vida hay momentos que marcan un antes y un después. Para Jimena Aljure Díaz, ese instante llegó de manera silenciosa, casi inadvertida, como muchas veces lo hacen las cosas que cambian el curso de todo. Tenía 25 años cuando su cuerpo le habló. Lo hizo sin gritar, sin alarmas. Solo una masa pequeña en el seno derecho, descubierta gracias al autoexamen que aprendió a hacerse con disciplina, guiada por el ejemplo de su madre, una mujer del sector salud.
Parecía inofensivo. Después de todo, Jimena había lidiado toda su vida con una condición fibroquística en los senos, que hacía que se sintieran bolitas pequeñas, redondas, dolorosas. Pero esta vez era distinto. Aunque al principio prefirió pensar que no pasaba nada, con el pasar de las semanas notó que esa masa crecía. Rápido.
Era julio de 2024 cuando decidió acudir al hospital. El médico no tardó en confirmar que sí, que allí había algo que no debía estar. La ecografía mamaria fue el siguiente paso. El rostro de la médica que la atendió fue un espejo de preocupación: “Esto no parece benigno”, le dijo. Fue el primer golpe.
Después de eso, todo pasó como en una película acelerada. Llegó a manos del oncólogo d Yesid Sánchez, en el Hospital Federico Lleras Acosta de Ibagué, mientras ella vivía y trabajaba en Puerto Triunfo, Antioquia. Vinieron los exámenes, los viajes, la angustia. El 6 de agosto llegó la noticia que nadie quiere recibir: era cáncer de seno. Y uno agresivo.
Su vida cambió. Así, sin más. La pregunta de siempre: ¿por qué a mí?, no tenía respuesta. Solo teorías: años de uso de anticonceptivos hormonales, estrés constante, dolores del alma no resueltos. Una conspiración silenciosa entre el cuerpo, las hormonas y la vida.
El cumpleaños más difícil. El 29 de agosto, el día que debería estar celebrando un año más de vida, Jimena recibió su primera quimioterapia en el Federico Lleras Acosta. No hubo torta, ni velas, ni brindis. Solo agujas, medicamentos y una avalancha de incertidumbre. Y, sin embargo, ese día también comenzó su lucha más grande, su acto de valentía más profundo: el de sobrevivir.
Los efectos de la quimio no fueron inmediatos. Al principio, se sintió bien. Pero al tercer día, la realidad cayó como una losa. “Caminaba tres pasos y sentía como si hubiera corrido una maratón. No era solo cansancio, era agotamiento vital. Comía y me cansaba. Hablaba y me cansaba. Me iba al piso. Me puse fotosensible, hipersensible a todo.”
Y luego vino uno de los síntomas más dolorosos: la caída del cabello. Primero poco a poco, luego a manotadas. Un día, en medio de un ataque de ansiedad, se lo arrancó ella misma. Terminó calva. “Como la muñeca de Angélica de los Rugrats”, dice entre risas. Porque Jimena aprendió a reírse de lo que duele. A bromear cuando todo aprieta. “Un día salí de la ducha y olvidé que frente a la puerta estaba el espejo. Me vi y me pegué un susto tremendo. Me asusté de mí misma. Hoy me río, pero ese día me rompí.”
Más allá del cuerpo: la guerra silenciosa en la mente. Lo más difícil no fue la quimio. No fue el dolor físico. Fue la carga mental. Porque Jimena fue el soporte emocional de todos. La que hacía chistes, la que sonreía, la que tranquilizaba a su mamá, a sus amigos, a su entorno. Pero dentro de ella, la tristeza era una marea silenciosa.
“Cada vez que me dejaba caer, todos a mi alrededor se derrumbaban. Así que me volví fuerte para ellos. Pero yo también necesitaba sostén.” Mencionaba Jimena.
Hoy, ella está en tratamiento psiquiátrico por ansiedad y depresión. Lo dice sin tapujos, sin vergüenza. Porque hablar de salud mental también es hablar de salud integral.
Después de las seis quimioterapias iniciales, vino la cirugía. Fue dolorosa, difícil. “Ver mi seno sin uno de los cuadrantes fue duro. La cicatriz parecía un machetazo. Me costó aceptar ese nuevo cuerpo.” Indicaba Jimena con voz tenue y tranquila.
Luego, la radioterapia. Y con ella, nuevas molestias. La más cruel, el cierre de su garganta: comer se volvió un suplicio. Después vinieron más quimios, un poco más suaves, pero igual de agotadoras. “Estoy tratando de adaptarme a esta nueva vida, a este cuerpo que ya no responde igual, a esta rutina donde muchas cosas quedaron atrás para siempre.”
Jimena ya no puede hacer lo que amaba: caminar por el monte con sus perritas, improvisar aventuras, hacer locuras. Todo ha cambiado. Y aunque el cáncer no le quitó el alma, sí le obligó a reconstruirse desde el dolor.
Esta valiente mujer no busca lástima. No pide admiración. Solo quiere que su historia sirva. Que otras personas aprendan a escuchar su cuerpo, a no ignorar las señales, a hacerse el autoexamen, a cuidarse. “No les voy a pedir fortaleza, porque ya han sido fuertes. Solo les pido que se traten con amabilidad. Lo que están viviendo no es fácil. Nada fácil.”
Y a quienes aún están sanos, les lanza un llamado firme y amoroso: “Ámense tanto que conozcan cada centímetro de su cuerpo. Estén atentos a los cambios. No den nada por sentado. Yo tenía 25 años cuando me diagnosticaron. Esto no tiene edad.”
Historias como esta se viven día a día en el Hospital Federico Lleras Acosta y nos recuerdan que la salud no es solo curar cuerpos, sino también escuchar corazones, acompañar procesos y construir entornos seguros para hablar de lo que duele. La detección temprana, el autocuidado, la salud mental, el acompañamiento integral: todo eso salva vidas. Y también lo hace la empatía.
Jimena es una mujer que sigue caminando, aunque a veces con pasos más lentos. Sigue luchando, aunque a ratos con menos fuerza. Sigue soñando, aunque sus días tengan sombras. Y en su historia, en su voz, en su testimonio, hay una lección que nos atraviesa a todos: La vida es frágil, sí. Pero mientras hay amor propio, atención y acompañamiento, siempre vale la pena resistir

